Una cicatriz imborrable; sí, por un momento baja tu mirada y explora a mitad de tu cuerpo desnudo, y notarás que tienes una especie de pliegue en tu piel, una heterogénea alforza que en algunos se hunde, en otros es prominente, pero todos lo llevamos en su forma de surco ovalado que resulta después del clampeo, en ese hierático instante en que un ser se convierte en dos, uno para proclamarse madre y el otro comienza a ser hijo, escondiéndose de aquella sumisión de un cordel de subsistencia, emergiendo el sublime sentimiento de filiación de la vida del uno por su vida del otro, comenzando ese alumbramiento en esa primera “hora sagrada”, con aquella criatura sumida al pecho dándole su calor de piel a piel, en la que solo el silencio habla por las oraciones agradeciendo a Dios de lo que será el amor eterno en su manifestación magnánima, es el comienzo para esa mujer que en su sentir mas profundo, todo lo dá sin esperar recibir, es la motivación para esa mujer del lidiar del día a día en el que el tiempo transcurre y sus grandes satisfacciones son el éxito de ese ser que trajo a la vida y ha forjado en cuerpo y alma; así como también, los avatares que te afecten, son sus momentos difíciles, es esa simbiosis en la que cualquier diferencia o discrepancia por injusta, indigna o perversa que sea entre ellas, siempre estará demás el pedir perdón, porque madre solo hay una y un hijo es parte de su ser, por eso en este y todos los días, búscala, abrázala, llámala y si ya partió en ese viaje a la eternidad, eleva una plegaria por su alma, porque una madre siempre es madre y su amor no conoce final.
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